He afirmado con frecuencia que el retrato puede ser considerado el asunto más antiguo entre los que componen la historia de la pintura. Cuando, por ejemplo, pensamos como primeros auto-retratos las manos impresas en las cavernas prehistóricas (que no son sino la certificación del deseo de pervivencia en el tiempo a través de una imagen: yo he estado aquí y soy el que tenía esta mano.)
Desde las esculturas de las civilizaciones orientales hasta las series de retratos de damas, reyes o multitudes que encontramos en la fecunda producción del altoaragonés Antonio Saura, a cada paso de esa historia del arte, encontramos imágenes en plano o en tres dimensiones de santos, emperadores, senadores romanos o familias holandesas, grupos de profesionales, abogados, médicos , literatos o ministros, cardenales y papas, reyes, reinas y generales, pintores, frailes, rectores de universidad y duces de variadas especies.
En Huesca y hasta la llegada de Antonio Saura, los realizadores plásticos de los siglos XIX y XX no aparecen en los libros que resumen el arte aragonés y, si lo han hecho, han ocupado un modesto lugar. Apenas una frase para indicar su existencia. Algo que puede tener su origen en el escaso interés que lo propio parece despertar en la sociedad altoaragonesa. La cito siempre porque me parece una de las frases lapidarias más aclaratorias del temperamento altoaragonés. Y porque, además, es una auténtica frase lapidaria dado que como cuenta Aynsa, estaba escrita en la zapata de piedra de una de las muchas torres que circundaban nuestra antigua ciudad: Huesca, la de las noventa y nueve torres, abrazas a los extraños y desprecias a los tuyos.
Sin embargo ha habido entre nosotros, en los dos pasados siglos, practicantes de la pintura que ha realizado un trabajo significativo y reseñable, que se han visto obligados en su mayoría a dirigirse a otras ciudades y provincias para adquirir los conocimientos previos que les permitieron caminar por el arte, a través del lenguaje que decidieron utilizar (cosa que, por cierto, no ha cambiado demasiado cuando ha arrancado con decisión el tercer milenio)
Pintores o escultores que han sido inmediatamente olvidados por sus conciudadanos cuando han desaparecido pero que, afortunadamente para algunos, comenzaron a ser recuperados a través de exposiciones retrospectivas promovidas a finales de los ochenta y principios de los noventa del pasado siglo por la Diputación de Huesca. Entre los favorecidos, Ramón Acín, Félix Lafuente, Félix Gazo y Martín Coronas. Entre los que esperan otro momento de interés por parte de las instituciones, León Abadías o Valentín Carderera, aunque de este se pudo ver una breve muestra producida por el Instituto de Estudios Altoaragoneses para dar a conocer su faceta de ilustrador. Todos los aquí mencionados cuentan con retratos entre la colección de sus pinturas. Algunos recibieron incluso encargo de organismos oficiales para inmortalizar las efigies de gobernantes civiles o religiosos.
Hoy quisiera acerca a esta página los retratos de Félix Lafuente, sin duda el mejor de los pintores oscenses del periodo entre los dos siglos a los que aquí se alude. Aunque realizó fundamentalmente pintura de paisaje y ha llegado a ser comparado con los mejores especialistas aragoneses de esa modalidad pictórica, Lafuente practicó desde sus años de estudio en Madrid, y a lo largo de toda su carrera, el nada fácil género del retrato, y lo hizo con evidente acierto.
Entre las primeras noticias sobre Lafuente aparecidas en el Diario de Huesca hay una que resulta de especial interés para lo que aquí se pretende demostrar. Se inserta el día 10 de abril de 1890 con el título Trabajo pictórico e indica que es el trabajo ejecutado por nuestro paisano, una cabeza de estudio copia del natural, y en el se admira especialmente lo correcto del dibujo y la perfección de este en algunos detalles que acreditan el notable progreso del joven pintor en tan difícil arte. El colorido en general resulta de buena entonación y bastante apropiado al género del cuadro. Se trata, con toda probabilidad de uno de los dos retratos actualmente conservados en el IEA, remitidos por el pintor a la corporación provincial como agradecimiento a la exigua beca recibida de la misma.
Lafuente había comenzado su trabajo como retratista en la Escuela de Artes Aplicadas y Ocios Artísticos de Madrid copiando las cabezas de las dos figuras que aparecen en el cuadro que representa un duelo a espada que he visto atribuido a Antoni Fabrés por unos y a Francisco Domingo por otros. Las copias están en una colección particular de Huesca. Todavía en el periodo de aprendizaje firma, el año 1890, los retratos de su padre y de su madre, concebidos desde esquemas de academia, tanto en la composición y el dibujo cuanto en el color. Dos años más tarde posará para él su hermana Pilar y el pintor firmará y datará el retrato en Madrid en mayo de 1892.
También de esta época es el autorretrato que se conserva en el Museo de Huesca y que puede verse en la actualidad en la sala octava del mismo. El regreso a su ciudad en 1893 para hacerse cargo de la cátedra de dibujo del Instituto va a suponer para Lafuente un cambio radical. La rigidez de los proyectos escenográficos y el encorsetamiento académico de los retratos se verá progresivamente sustituido por una búsqueda de los efectos de la luz sobre los modelos que culminará en la delicada pieza que catalogué en 1989 como La Torrereta, por indicación de la familia del pintor.
Su deseo de presentarse a la Exposición nacional de 1897 le llevó a plantear la que seguramente es su pieza más conocida El taller de modistas. Se trata de un retrato coral para cuya ejecución retrató previamente por separado a cada una de las modistillas que componen la escena, entre las que encontraban, Teresina, Irene Fuyola o su hermana Pilar. Todos estos retratos sumados al resultado final, dibujan un pintor preocupado por las corrientes artísticas allende las fronteras no solo locales sino también nacionales y conocedor de los modos impresionistas más allá de los paisajes plein air. Preocupado por captar la fluidez de la realidad siempre cambiante, más que por reproducir la vera efigie de las retratadas.
Simétrica preocupación podemos advertir en el autorretrato firmado en 1904, en varias cabezas de mujer datadas en torno a esa misma fecha o en el retrato de Rafael Ferrer Lafuente realizado por el tío Félix en 1908 (como me recordaba el propio Rafael en sus últimos años indicando que lo había pintado tras un aparatoso accidente doméstico que se aprecia sin demasiados esfuerzos en su nariz…) o el de Isabel Ferrer, en el que se especifica que ha sido pintado cuando la modelo contaba con once años de edad, lo que lo sitúa en torno a 1911, cuando Lafuente había trasladado su residencia a Zaragoza, llamado por Dionisio Lasuén desde un artículo publicado en el Heraldo de Aragón.
Durante la época en que mantuvo la cátedra de dibujo en Huesca, Lafuente dispuso de un estudio en la plaza de San Pedro y, como podemos apreciar por algunas de las fotografías de la colección familiar, contaba con modelos que fueron utilizados no solo para la pintura de retratos sino incluso para el diseño de diplomas, carteles o dibujos publicitarios. Su trabajo se basó siempre en la copia del natural apoyada en sólidos conocimientos de anatomía y de perspectiva.
Algunos de los bocetos a lápiz y a la acuarela para la publicidad han de ser considerados como retratos de calidad. Fruto de su trabajo, llegaron encargos desde Zaragoza y la mencionada solicitud de su presencia en los años previos a la Exposición Hispano Francesa conmemorativa del primer centenario de los sitios. La pérdida de la plaza de catedrático interino de dibujo del Instituto de Huesca, a cuya oposición no podía presentarse, fue decisiva para su traslado a la capital aragonesa, en la que permaneció hasta 1915 cuando los síntomas de su enfermedad comenzaron a resultar alarmantes.
De esta época han de conservarse abundantes retratos en la capital del Ebro que no han sido todavía catalogados. Especialmente de actores y actrices con los que Lafuente mantenía contacto desde su condición de pintor escenógrafo que le abrió las puertas del Principal zaragozano.
Los que sí conocemos desde la retrospectiva producida por los servicios de cultura de la Diputación de Huesca en 1989-90 son algunos de los pintados por el oscense en la Academia de Acuarela con modelo que dirigió durante un tiempo en el Ateneo zaragozano. Lafuente había comenzado su trabajo de retrato a la acuarela en su etapa de profesor del instituto de Huesca. A este momento pertenecen dos exquisitas aguadas de Isabelita, su sobrina preferida como modelo y una tercera en la que aparece Rafal Ferrer y su amigo Ciprés.
De la época zaragozana destacarían un nuevo autorretrato representado a modo de cabeza de turco, el músico, el monosabio y algunas otras acuarelas contenidas en las colecciones oscenses. De la soltura de las mismas, la limpieza de ejecución, cuidado dibujo y sabio manejo del color deducimos un Lafuente al que se consideraba en Zaragoza, por lo que no es de extrañar que reuniera en torno a su espacio de trabajo a otros realizadores plásticos.
Un trabajo nada desdeñable del Lafuente retratista lo podemos encontrar en las páginas del Heraldo de Aragón, con cuya redacción colaboró los años que residió en Zaragoza. Los dibujos a plumilla aparecieron con regularidad entre 1906 y 1908. Hubo otras inserciones anteriores y posteriores a estas fechas pero durante ese trienio Lafuente podría ser considerado como redactor gráfico del periódico. Más de la mitad de sus colaboraciones han de situarse en el grupo de las que podemos considerar retratos. El marqués de Urrea, Juan Tejón, Mariano de Pano, el rector de la Universidad, Mariano Ripollés y otra serie de figuras ciudadanas, políticos, personajes populares, reyes, jueces, criminales o ganadoras de concursos pasatiempísticos para mujeres solas, quedaron reflejados en las páginas del periódico desde plumillas del pintor oscense.
Además de algunas acuarelas como la del alcalde e Zaragoza, Alejandro Palomar, en la porta de uno de los intentos de revista semanal editada por el rotativo en octubre de 1906.
Una enfermedad degenerativa lo devolvería a su ciudad natal donde mantendría un estudio en el Coso Bajo, frente a la Tabla Nueva, dedicado más a la enseñanza del dibujo y la pintura que a la producción propia. En 1925, su discípulo predilecto –yo fui el San Juan de sus discípulos, comentaría Ramón Acín en la necrológica que firmaba en El Diario de Huesca acompañada de una sentida xilografía de su amigo y maestro– recogió los cuadros que quedaban en el estudio y con ellos produjo dos exposiciones en Huesca y en Zaragoza para sacar algunas pesetillas con las que comprar aspirinas para aliviar el dolor del viejo maestro.
Algunos de los cuadros más representativos de Lafuente, como los Mallos de Riglos formaron parte de esas muestras, las primeras y últimas individuales del pintor oscense. Quien, además de un paisajista notable fue un excelente pintor de retrato. Estos son algunos ejemplos de los primeros retratos pintados por Lafuente en la época de sus estudios en Madrid.